lunes, 15 de septiembre de 2008

Las bambalinas del escritor. Por Abelardo Castillo

Abelardo Castillo nació en San Pedro en 1935. Escribió cuentos, novelas, obras de teatro y ensayos. El perro jadea especialmente con el libro Ser escritor, de donde extrajo su decálogo.
No hay escritor que en los días inmodestos de sus primeros versos no imagine la edición de sus obras completas, vasta colección en papel Biblia que lo salvará de la muerte y el olvido. También suele prever su biografía, poblada de mujeres, escándalos, críticos estúpidos y anécdotas wildeanas. Uno tiene veinte años y no lo desanima el hecho de que, para que sucedan estas cosas, deba todavía vivir, escribir, y sobre todo morirse. Cuando se llega a mi edad, ciertas fantasías empiezan a materializarse, pero resultan muy inferiores a su original platónico.
Un autor que ha publicado tres novelas, algunas obras de teatro, unos cincuenta cuentos, un centenar de notas y pequeños ensayos, debería poder referirse a su oficio sin parecer apresurado o megalómano, pero exactamente en este punto empieza mi problema: hoy tengo tan pocas certezas sobre la literatura como cuando era adolescente. No sé nada acerca de qué es, ni por qué se hace, ni cómo se hace un poema, una novela o una obra de teatro. Cuando quiero impresionarme a mí mismo, simulo poseer una teoría sobre el cuento. Es la misma que inventó Poe, que repitieron Quiroga y Maupassant, que puso en práctica Chejov. Una especie de decálogo personal, que puede enunciarse así:

- Si usted imagina que doscientas páginas son un trabajo literario más serio que diez, nunca escribirá un buen cuento, ni siquiera uno malo, quizá tampoco una novela.
- Si empieza a escribir sin saber adónde va, tal vez tenga suerte y consiga vender eso como literatura de vanguardia; si sabe adónde va, el día menos pensado escribirá un cuento.
- Si ve que un señor se cae en la calle y se pregunta qué hará cuando se levante, puede que sea novelista o incluso filósofo; un cuentista sólo piensa: ¿por qué se cayó?
- Si cree que el célebre texto de Monterroso sobre el dinosaurio es un cuento, usted debe leer la crítica a Nathaniel Hawthorne, de Poe, o, en su defecto, la Filosofía de la composición, en lo referido a la brevedad indebida; y si en vez de dinosaurio su memoria se empecina en leer: “Cuando se despertó, el unicornio todavía estaba allí”, usted habrá mejorado mucho la imagen de Monterroso y, aunque nunca escriba un cuento, tal vez tenga condiciones para el haikú.
- Si tiene tendencia a escribir cristal, en vez de vidrio; rostro, en vez de cara; ascender, en vez de subir; o utiliza expresiones como ¡bingo!, pantaletas, carrusel, dése una vuelta por el mundo real.
- Una palabra innecesaria puede estropear un buen cuento; una página innecesaria estropea a un buen lector.
- Si un cuento ajeno le gusta mucho, escríbalo otra vez usted mismo: existen ejemplos ilustres.

Si, por último, ha reparado en que el anterior decálogo sólo tiene ocho o nueve preceptos, dedíquese con entusiasmo a la crítica literaria.

19 Consejos útiles para presentar un libro. Por Isidoro Blaisten

Recurrimos una vez más a Isidoro Blaisten, esta vez para que nos indique un modelo de presentación en sociedad de una obra literaria. Lo rescatamos del libro Anticonferencias.


Primero que nada hay que agenciarse de un libro. Ojo, no cualquier libro: nada de La guerra y la paz, El grado cero de la escritura, En busca del tiempo perdido o El alpeh; no. Debe ser un libro escrito por uno mismo.
Un libro escrito por uno mismo debe ser de poesía, porque como dice mi amigo el chileno “la poesía es muy fácil, toda chiquita y pa’abajo”.
Los títulos deben ser: La Cenefa y las horas o Ramillete de tristezas si el autor es culto. Si el autor es popular usará: Buenos Aires con vos, Buenos Aires con todo o simplemente Buenos Aires. Para el caso que el autor quiera darle un contenido social, empleará: Cañaveral del hombre, Hombre mineral y Poemas para el hombre mineral de mi tierra.
Toda presentación deberá constar de: a) Un presentador (escritor conocido); b) otro presentador (escritor desconocido pero que sea amigo de ley. De esos que uno está seguro de que van a hablar bien y no uno de esos degenerados que salen con cualquier cosa); c) un actor (conocido) para que lea los poemas; d) un guitarrista (desconocido) que toque “Zamba pa’ no olvidar”; e) un conjunto vocal que toque “Adiós Nonino” con la boca.
Asegurarse la asistencia de nueve tías canosas con tapado de piel, un tío eufórico para servir el vino y un tío melancólico para que se pasee sin hablar.
Servir vino con amaretti. Una damajuana está bien.
Invitar a dos escritores de bien ganado prestigio y a una compañera de trabajo para que diga “mirá, mirá, mirá quién está”.
El presentador no tiene que haber leído el libro previamente, para que la presentación gane en espontaneidad y frescura. Comenzará la misma así: “Un libro no necesita presentación. Y menos un libro como éste…”, y finalizará con: “He aquí una invitación a la aventura, a la poesía, a su mundo”.
Cada vez que el presentador nombre al autor deberá mirarlo.
Los asistentes masculinos (en adelante llamados el acechante) y las asistentes femeninas (en adelante llamadas la soledosa) deberán despreocuparse totalmente de la lectura pero estarán atentos cuando todos se desconcentren para la cena.
Toda presentación concluirá con una cena. La cena será en “El Dorá”, “Il ré dei vini” o “El rey del bife”. Nunca en otro lugar.
El autor deberá aprender 11 dedicatorias básicas, dejando su número de teléfono debajo de la firma si la adquirente lo justifica, si no, no. Verbigracia: el autor preguntará: “¿cómo se llama?” Adquirente: “Amelia”. El autor escribirá: “Para Amelia, en esta noche, por el encuentro. Otoño del 77.”
Los dos primeros libros serán dedicados a los dos autores de bien ganado prestigio. El autor escribirá: “A Jorge Luis Luzuriaga, cuyo libro El Rehta me hubiera gustado haber escrito. Con admiración, el autor”.
Se dedicarán los libros con marcador verde, de trazo chanfleado, para que la letra salga con más personalidad.
Si el autor viere que el tío eufórico persigue a uno de los escritores de bien ganado prestigio para preguntarle “¿Y? ¿Qué me anda escribiendo ahora, don Jorge Luis”, deberá impedirlo.
Si hacia el fin de la cena, cuando ya nadie tiene nada que decirse, el autor viere que en la punta de la mesa un mamado se obstina en leerle el libro en voz alta a todo el mundo, el autor influirá sobre los demás invitados para alejarse en silencio, dejarlo solo, y si es posible confundirlo entre los comensales de otra presentación.
Me olvidaba: las soledosas y los acechantes no deberán sentarse a la mesa del festejo rodeando al autor, no, porque las tías impedirán toda comunicación humana.
Apoyo logístico: Conviene que el autor, con tiempo, reserve parte de la mampara del patio, la parte de arriba del placar y todo el techo del ropero de la pieza de la muchacha para poner los 1.477 libros sobrantes de la edición de 1.500 ejemplares.
La Vuelta a casa. En la alta noche, cuando los gatos sobre los tejados vigilan su alta fosforescencia, atravesando las calles semivacías, oyendo el taconear de sus propios pasos, el autor o la autora deberán tratar de ser felices. No deberán pensar en las pilas de libros, en los paquetes sin abrir, en el polvo y el tiempo metiéndose entre los intersticios del olvido. Después con el tiempo, tendrán todo el tiempo del mundo para pensar. Podrán pensar que Neruda vendió los muebles de su casa para pagar la edición de su primer libro; que Stendhal vendió once ejemplares de Rojo y negro en siete años; que Kafka se murió sin ver un solo libro publicado; que André Gide rechazó los originales de En busca del tiempo perdido por no considerarlos dignos de publicación. Tendrán tiempo de pensar en todo eso. Más aún: tendrá tiempo de pensar con el príncipe de Shakespeare: “Es cierto que es una lástima, y es lástima que sea cierto”.

Incipit (Cuentos)


No nos quedan más comienzos.
George Steiner


El perro, en un nuevo ataque de arbitrariedad, seleccionó algunos comienzos de cuentos que alguna vez lo hicieron jadear. No conforme con ello dice que el incipit (lo pronuncia ínquipit) es el momento inicial del relato donde el narrador convence al lector para que siga leyendo.
Y promete ampliar la lista.


Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca.
(Es que somos muy pobres. Juan Rulfo)

Más ocurrió en este pueblo en los últimos días que en el resto de su historia.
(El calamar opta por su tinta. A. B. Casares)

Wang vio dos zorros parados en las patas traseras y apoyados contra un árbol. Uno de ellos tenía una hoja de papel en la mano y se reían como compartiendo una broma.
(Historia de zorros. Niu Chiao --China, siglo IX--)

Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo.
(La balada del álamo carolina. Haroldo Conti)

Soy un hombre de cierta edad. En los últimos treinta años, mis actividades me han puesto en íntimo contacto con un gremio interesante y hasta singular, del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas judiciales.
(Bartleby, el escribiente. Herman Melville).

No vamos por el anís ni porque hay que ir. Ya se habrá sospechado: vamos porque no soportamos las formas más solapadas de la hipocresía.
(Conducta en los velorios. Julio Cortázar)

Usted abría el orificio cuadrado que había en la puerta de la celda a la altura de mi cabeza y por allí me pasaba el plato de comida, un poco inclinado para que pudiera entrar, a veces volcando la sopa.
(Desde los parques. Daniel Moyano)

Ustedes no anden diciendo que lo conocieron al flaco Sanabria porque a mí me costa que no. El flaco empezó conmigo, y cuando dio el chicharrazo lo tuve escondido en casa. Ahora el hombre se paró y lo buscan hasta en Brasil.
(La máquina del bien y del mal. Rodolfo Walsh)

Desde un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba el rápido discurrir del agua seis metros más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas sujetas con una soga; otra, colgada al cuello y atada a un grueso tirante por encima de la cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas.
(El puente sobre el río del Buho. Ambroce Bierce)

Wade Astheler ha muerto… ha muerto por mano propia. Decir que esto era inesperado para el reducido grupo de amigos, no sería la verdad; sin embargo, ni una vez siquiera, nosotros, sus íntimos, llegamos a concebir esa idea.
(Las muertes concéntricas. Jack London)

--Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel --dijo con mucho aplomo una señorita de quince años--; mientras tanto debe hacer lo posible por soportarme.
(La ventana abierta. Saki)

Cuando el niño me miró y guiñó los ojos desde su cesto de mimbre, depositado en el asiento frente al mío y en algún lugar entre Reading y Slough, me sentí incómodo. Era como si hubiera descubierto mi oculto interés.
(Terrible, cuando piensa uno en ello. Graham Greene)

El año cobraba un mal aspecto. Muy pocos se daban cuenta de ello, pero la ciudad no era la misma. No estaba demostrado que los objetos pintaran en los pisos un cabal equivalente en sombras.
(Oficio de tinieblas. Alejo Carpentier)

La puerta oscilante se abrió. A esa hora no había nadie en el restaurante de José. Acababan de dar las seis y el hombre sabía que sólo a las seis y media empezarían a llegar los parroquianos habituales.
(La mujer que llegaba a las seis. G. G. Márquez)

La cortesía no es mi fuerte. En los autobuses suelo disimular esta carencia con la lectura o el abatimiento. Pero hoy me levanté de mi asiento automáticamente, ante una mujer que estaba de pie, con un vago aspecto de ángel anunciador.
(Una reputación. Juan José Arreola)

En una noche de otoño hacía un calor húmedo y yo fui a una ciudad que me era casi desconocida; la poca luz de las calles estaba atenuada por la humedad y por algunas hojas de los árboles. Entré a un café que estaba cerca de una iglesia, me senté a una mesa del fondo y pensé en mi vida.
(El cocodrilo. Felisberto Hernández)

El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento, vio una yararacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.
(A la deriva. Horacio Quiroga)

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra.
(Las ruinas circulares. J. L. Borges)

Me llamo Johnny Hake. Tengo treinta y seis años, y descalzo mido un metro setenta, desnudo peso setenta kilogramos, y por así decirlo ahora estoy desnudo y hablando a la oscuridad.
(El ladrón de Shady Hill. John Cheever)

jueves, 4 de septiembre de 2008

Apéndice II del Diccionario del diablo de Ambrose Bierce

El perro sigue desenterrando su más que arbitraria selección del Diccionario del diablo de Ambrose Bierce.


Dentista, s. Prestidigitador que nos pone una clase de metal en la boca y nos saca otra clase de metal del bolsillo.

Deuda, s. Ingenioso sustituto de la cadena y el látigo del negrero.

Dictador, s. Mandatario de un país que prefiere la pestilencia del despotismo a la plaga de la anarquía.

Diplomacia, s. Arte de mentir en nombre del país.

Distancia, s. Único bien que los ricos permiten conservar a los pobres.

Efecto, s. El segundo de dos fenómenos que ocurren siempre en el mismo orden. Se dice que el primero, llamado Causa, genera al segundo. Sería igualmente sensato, para quien nunca hubiera visto un perro persiguiendo un conejo, afirmar que el conejo es la causa del perro.

Egoísta, s. Persona de mal gusto, que se interesa más en sí mismo que en mí.

Egoísta, adj. Sin consideración por el egoísmo de los demás.

Epitafio, s. Inscripción que, en una tumba, demuestra que las virtudes adquiridas por la muerte tienen un efecto retroactivo.

Escrituras, s. Los sagrados libros de nuestra santa religión, por oposición a los escritos falsos y profanos en que se fundan todas las otras religiones.

Espalda, s. Parte del cuerpo de un amigo que uno tiene el privilegio de contemplar en la adversidad.

Erudición, s. Polvillo que cae de un libro a un cráneo vacío.

Evangelista, s. Portador de buenas nuevas, particularmente (en sentido religioso) las que garantizan nuestra salvación y la condenación del prójimo.

Fanático, adj. Dícese del que obstinada y ardorosamente sostiene una opinión que no es la nuestra.

Fe, s. Creencia sin pruebas en lo que alguien nos dice sin fundamento sobre cosas sin paralelo.

Futuro, s. Época en que nuestros asuntos prosperan, nuestros amigos son leales y nuestra felicidad está asegurada.

El desafío de la creación. Por Juan Rulfo

Desgraciadamente yo no tuve quién me contara cuentos; en nuestro pueblo la gente es cerrada, sí, completamente, uno es un extranjero ahí.
Están ellos platicando; se sientan en sus equipajes en las tardes a contarse historias y esas cosas; pero en cuanto uno llega, se quedan callados o empiezan a hablar del tiempo: "hoy parece que por ahí vienen las nubes..." En fin, yo no tuve esa fortuna de oír a los mayores contar historias: por ello me vi obligado a inventarlas y creo yo que, precisamente, uno de los principios de la creación literaria es la invención, la imaginación. Somos mentirosos; todo escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira; pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación.
Considero que hay tres pasos: el primero de ellos es crear el personaje, el segundo crear el ambiente donde ese personaje se va a mover y el tercero es cómo va a hablar ese personaje, cómo se va a expresar. Esos tres puntos de apoyo son todo lo que se requiere para contar una historia: ahora, yo le tengo temor a la hoja en blanco, y sobre todo al lápiz, porque yo escribo a mano; pero quiero decir, más o menos, cuáles son mis procedimientos en una forma muy personal. Cuando yo empiezo a escribir no creo en la inspiración, jamás he creído en la inspiración, el asunto de escribir es un asunto de trabajo; ponerse a escribir a ver qué sale y llenar páginas y páginas, para que de pronto aparezca una palabra que nos dé la clave de lo que hay que hacer, de lo que va a ser aquello. A veces resulta que escribo cinco, seis o diez páginas y no aparece el personaje que yo quería que apareciera, aquél personaje vivo que tiene que moverse por sí mismo. De pronto, aparece y surge, uno lo va siguiendo, uno va tras él. En la medida en que el personaje adquiere vida, uno puede, por caminos que uno desconoce pero que, estando vivo, lo conducen a uno a una realidad, o a una irrealidad, si se quiere. Al mismo tiempo, se logra crear lo que se puede decir, lo que, al final, parece que sucedió, o pudo haber sucedido, o pudo suceder pero nunca ha sucedido. Entonces, creo yo que en esta cuestión de la creación es fundamental pensar qué sabe uno, qué mentiras va a decir; pensar que si uno entra en la verdad, en la realidad de las cosas conocidas, en lo que uno ha visto o ha oído, está haciendo historia, reportaje.
A mí me han criticado mucho mis paisanos que cuento mentiras, que no hago historia, o que todo lo que platico o escribo, dicen, nunca ha sucedido y es así. Para mí lo primero es la imaginación; dentro de esos tres puntos de apoyo de que hablábamos antes está la imaginación circulando; la imaginación es infinita, no tiene límites, y hay que romper donde cierra el círculo; hay una puerta, puede haber una puerta de escape y por esa puerta hay que desembocar, hay que irse. Así aparece otra cosa que se llama intuición: la intuición lo lleva a uno a pensar algo que no ha sucedido, pero que está sucediendo en la escritura.
Concretando, se trabaja con: imaginación, intuición y una aparente verdad. Cuando esto se consigue, entonces se logra la historia que uno quiere dar a conocer: el trabajo es solitario, no se puede concebir el trabajo colectivo en la literatura, y esa soledad lo lleva a uno a convertirse en una especie de médium de cosas que uno mismo desconoce, pero sin saber que solamente el inconsciente o la intuición lo llevan a uno a crear y seguir creando.
Creo que eso es, en principio, la base de todo cuento, de toda historia que se quiere contar. Ahora, hay otro elemento, otra cosa muy importante también que es el querer contar algo sobre ciertos temas; sabemos perfectamente que no existen más que tres temas básicos: el amor, la vida y la muerte. No hay más, no hay más temas, así es que para captar su desarrollo normal, hay que saber cómo tratarlos, qué forma darles; no repetir lo que han dicho otros. Entonces, el tratamiento que se le da a un cuento nos lleva, aunque el tema se haya tratado infinitamente, a decir las cosas de otro modo; estamos contando lo mismo que han contado desde Virgilio hasta no sé quienes más, los chinos o quien sea. Mas hay que buscar el fundamento, la forma de tratar el tema, y creo que dentro de la creación literaria, la forma -la llaman la forma literaria- es la que rige, la que provoca que una historia tenga interés y llame la atención a los demás.
Conforme se publica un cuento o un libro, ese libro está muerto; el autor no vuelve a pensar en él. Antes, en cambio, si no está completamente terminado, aquello le da vueltas en la cabeza constantemente: el tema sigue rondando hasta que uno se da cuenta, por experiencia propia, de que no está concluido, de que algo se ha quedado dentro; entonces hay que volver a iniciar la historia, hay que ver dónde está la falla, hay que ver cuál es el personaje que no se movió por sí mismo. En mi caso personal, tengo la característica de eliminarme de la historia, nunca cuento un cuento en que haya experiencias personales o que haya algo autobiográfico o que yo haya visto u oído, siempre tengo que imaginarlo o recrearlo, si acaso hay un punto de apoyo. Ése es el misterio, la creación literaria es misteriosa, y uno llega a la conclusión de que si el personaje no funciona, y el autor tiene que ayudarle a sobrevivir; entonces falla inmediatamente. Estoy hablando de cosas elementales, ustedes deben perdonarme, pero mis experiencias han sido éstas, nunca he relatado nada que haya sucedido; mis bases son la intuición y, dentro de eso, ha surgido lo que es ajeno al autor.
El problema, como les decía antes, es encontrar el tema, el personaje y qué va a decir y qué va a hacer ese personaje, cómo va a adquirir vida. En cuanto el personaje es forzado por el autor, inmediatamente se mete en un callejón sin salida. Una de las cosas más difíciles que me ha tocado hacer, precisamente, es la eliminación del autor, eliminarme a mí mismo. Yo dejo que aquellos personajes funcionen por sí y no con mi inclusión, porque entonces entro en la divagación del ensayo, en la elucubración; llega uno hasta a meter sus propias ideas, se siente filósofo, en fin, y uno trata de hacer creer hasta en la ideología que tiene uno, su manera de pensar sobre la vida, o sobre el mundo, sobre los seres humanos, cuál es el principio que movía las acciones del hombre. Cuando sucede eso, se vuelve uno ensayista. Conocemos muchas novelas-ensayo, mucha obra literaria que es novela-ensayo; pero, por regla general, el género que se presta menos a eso es el cuento. Para mí el cuento es un género realmente más importante que la novela porque hay que concentrarse en unas cuantas páginas para decir muchas cosas, hay que sintetizar, hay que frenarse; en eso el cuentista se parece un poco al poeta, al buen poeta. El poeta tiene que ir frenando el caballo y no desbocarse; si se desboca y escribe por escribir, le salen las palabras una tras otra y, entonces, simplemente fracasa. Lo esencial es precisamente contenerse, no desbocarse, no vaciarse; el cuento tiene esa particularidad; yo precisamente prefiero el cuento, sobre todo, sobre la novela, porque la novela se presta mucho a esas divagaciones.
La novela, dicen, es un género que abarca todo, es un saco donde cabe todo, caben cuentos, teatro o acción, ensayos filosóficos o no filosóficos, una serie de temas con los cuales se va a llenar aquel saco; en cambio, en el cuento tiene uno que reducirse, sintetizarse y, en unas cuantas palabras, decir o contar una historia que otros cuentan en doscientas páginas; ésa es, más o menos, la idea que yo tengo sobre la creación, sobre el principio de la creación literaria; claro que no es una exposición brillante la que les estoy haciendo, sino que les estoy hablando de una forma muy elemental, porque yo les tengo mucho miedo a los intelectuales, por eso trato de evitarlos; cuando veo a un intelectual, le saco la vuelta, y considero que el escritor debe ser el menos intelectual de todos los pensadores, porque sus ideas y sus pensamientos son cosas muy personales que no tienen por qué influir en los demás ni hacer lo que él quiere que hagan los demás; cuando se llega a esa conclusión, cuando se llega a ese sitio, o llamémosle final, entonces siente uno que algo se ha logrado.
Como todos ustedes saben, no hay ningún escritor que escriba todo lo que piensa, es muy difícil trasladar el pensamiento a la escritura, creo que nadie lo hace, nadie lo ha hecho, sino que, simplemente, hay muchísimas cosas que al ser desarrolladas se pierden.

Escribir un cuento. Por Raymond Carver

Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera. La ambición y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.
Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O’Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin... Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.
Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.
Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio... Entonces tendré al menos es ficha escrita. “El esmero es la ÚNICA convicción moral del escritor”. Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa “única convicción moral”, deberá rastrearla sin desmayo.
Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov:... Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello.
Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Sólo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores.
Hace unos meses, en el New York Times Books Review, John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la “innovación formal”, y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta “pop”. Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de “innovaciones formales” en la narración. Muy a menudo, la “experimentación” no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar -y maltratar, incluso- a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá sólo resulte interesante para un puñado de especializadísimos científicos.
Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas -Barthelme, por ejemplo- no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo.
Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos -una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer- con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Navokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco.
En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento -si las palabras resultan oscuras, enrevesadas- los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó “especificación endeble” a este tipo de desafortunada escritura.
Tengo amigos que me cuentan que deben acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. “Lo haría mejor si tuviera más tiempo”, dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse.
En un ensayo titulado "Escribir cuentos", Flannery O’Connor habla de la escritura como de un acto de descubrimiento. Dice O’Connor que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va cuando se sienta a escribir una historia, un cuento... Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente a dónde van cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la “piadosa gente del pueblo”, para poner un ejemplo de cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al final:
"Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable."
Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de O’Connor.
Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla.
Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más. Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por la que había esperado ponerme a escribir.
Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla desvelando, cobrando forma en el cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas. La definición que da V.S. Pritcher del cuento como “algo vislumbrado con el rabillo del ojo”, otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados. Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así podrá aplicar su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más las contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano, pues así podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas, manifestar todos los registros.

El personaje mítico de Haroldo Conti


Jorge Aloy

“Yo soy escritor nada más que cuando escribo. El resto del tiempo me pierdo entre la gente. Pero el mundo está tan lleno de vida, de cosas y sucesos, que tarde o temprano vuelvo con un libro”.
Esa idea de vida y literatura confluyen en el personaje mítico de Haroldo Conti: Requena, quien oscilando entre el robo y la estafa participa en una trilogía de cuentos donde el humor lo transforma en un entrañable hijo de puta. Aludo a los cuentos El último, Bibliográfica y Devociones.
Los personajes de Conti surgían de los caminos recorridos, tanto en Chacabuco como en El Tigre o Buenos Aires o La Paloma. Y cuando un gran observador camina es dable encontrarse con un Requena. En El último vende lotes en San Vicente, y como no puede ser de otra manera, un mismo terreno lo vende más de una vez. En Bibliográfica es un editor que organiza un concurso de novelas con la intención de cobrarle la edición a todo iluso que participe. Y en Devociones es un vendedor ambulante de “El nuevo testamento con salmos” durante la peregrinación a Luján. Llamativamente los vendía a cuatro pesos cuando estaban marcados a tres. Pero Requena no quedó sólo aquí, también se trasladó a las novelas.
En En vida, Requena es Requena, pero le brota algún gesto bondadoso. Digamos en su defensa que en los cuentos no tuvo modo de redimirse. En la última novela de Haroldo Conti, Mascaró el cazador americano, Requena es el mismo de siempre y, con el transcurso de la trama, sufre un cambio sustancial. Es una transformación explicable desde dos visiones. Una, la teórica: en el héroe mítico se llama anagnórisis a este cambio, es un aprendizaje que el héroe asimila en su recorrido. O como dice Anthony Burgess: “Cuando una obra de ficción no consigue mostrar el cambio, cuando sólo muestra el carácter humano como algo rígido, pétreo, impenitente, abandona el campo de la novela y entra en la fábula o la alegoría”.
La segunda visión es más terrenal. Haroldo Conti había optado por no abandonar el país a pesar de las amenazas del gobierno militar, y a pocos meses de haber escrito y publicado Mascaró, lo llevaron para siempre el 5 de mayo de 1976. Quizá Haroldo sabía que era la última oportunidad de Requena, y lo salvó, le puso una capa y lo salvó de los peligros del mundo.
Lo último: Dice de él en Devociones: “Yo sé que un día mandará todo a pasear y se echará al medio del camino y entonces inventará al mundo de punta a punta en sociedad con el mismo Padre Todopolentoso”.

Decálogo del escritor. Por Augusto Monterroso

El escritor guatemalteco, (Honduras 1921-México 2003), recordado por sus relatos breves y fábulas, llegó a la máxima potencia cuando escribió la brevísima narración: "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí".

Hoy nos deja su decálogo.


Primero.Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.
Segundo.No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos, como hacen tantos, para tus antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que la posteridad siempre hace justicia.
Tercero.En ninguna circunstancia olvides el célebre díctum: "En literatura no hay nada escrito".
Cuarto.Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio; así, jamás escribas nada con cincuenta palabras.
Quinto.Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del trapecio, o el luchador por antonomasia, que es el que lucha con el lenguaje; para esta lucha ejercítate de día y de noche.
Sexto.Aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la prisión, o la pobreza; el primero hizo a Baudelaire, la segunda a Pellico y la tercera a todos tus amigos escritores; evita pues, dormir como Homero, la vida tranquila de un Byron, o ganar tanto como Bloy.
Séptimo.No persigas el éxito. El éxito acabó con Cervantes, tan buen novelista hasta el Quijote. Aunque el éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se entristezcan.
Octavo.Fórmate un público inteligente, que se consigue más entre los ricos y los poderosos. De esta manera no te faltarán ni la comprensión ni el estímulo, que emana de estas dos únicas fuentes.
Noveno.Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree; cuando creas, duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.
Décimo.Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta siempre que en el fondo es tanto o más inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea; pero para lograr eso tendrás que ser más inteligente que él.
Undécimo.No olvides los sentimientos de los lectores. Por lo general es lo mejor que tienen; no como tú, que careces de ellos, pues de otro modo no intentarías meterte en este oficio.
Duodécimo.Otra vez el lector. Entre mejor escribas más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca serás popular y nadie tratará de tocarte el saco en la calle, ni te señalará con el dedo en el supermercado. El autor da la opción al escritor de descartar dos de estos enunciados, y quedarse con los restantes diez.