domingo, 11 de enero de 2009

Apéndice VI del Diccionario del diablo de Ambrose Bierce

Matrimonio, s. Condición o estado de una comunidad formada por un amo, un ama y dos esclavos, todos los cuales suman dos.

Mausoleo, s. La última y más divertida locura de los ricos.

Maza, s. Bastón que en la función pública denota autoridad. Su forma, que es la de un pesado garrote, indica su propósito primitivo, que era calmar a los disidentes.

Mendigar, v. t. Pedir algo con intensidad proporcional a la creencia de que no será otorgado.

Mendigo, s. El que ha confiado en la ayuda de los amigos.

Mente, s. Misteriosa forma de la materia segregada por el cerebro. Su principal actividad parece consistir en el esfuerzo por determinar su propia naturaleza, tentativa que parece fútil, puesto que la mente, para conocerse, no dispone de otra cosa que sí misma.

Metralla, s. Argumento que el futuro prepara en respuesta a las demandas del socialismo americano.

Metrópoli, s. Baluarte del provincialismo.

Milagro, s. Acontecimiento inexplicable y extraño al orden natural, como ganar con un póker de ases y un rey contra un póker de reyes y un as.

Ministro, s. Agente de un poder superior con una responsabilidad inferior. En diplomacia, funcionario enviado a un país extranjero como encarnación visible de la hostilidad de su soberano por ese país. El principal requisito para ser ministro es un grado de plausibilidad en la mentira apenas inferior al de un embajador.

Mío, adj. Lo que me pertenece, siempre que pueda apropiármelo.

Mitología, s. Conjunto de creencias de un pueblo primitivo relativas a su origen, héroes y dioses, por oposición a la historia verdadera, que inventa más tarde.

Moda, s. Déspota a quien los sabios ridiculizan y obedecen.

Leer o no leer. Por Oscar Wilde

El siguiente artículo de Wilde fue escrito en 1886.

Los libros pueden ser muy cómodamente divididos en tres clases:

I. Los libros que hay que leer, como las Cartas, de Cicerón; Suetonio; las Vidas de los pintores, de Vasari; la Autobiografía de Benvenuto Cellini; Sir John Mandeville; Marco Polo; las Memorias de San Simón; Mommsen, y (hasta que tengamos otra mejor) la Historia de Grecia, de Grote.
II. Los libros que hay que releer, como Platón y Keats en la esfera de la poesía, los maestros y no los menestrales en la esfera de la filosofía, los videntes y no los sabios.
III. Los libros que no hay que leer nunca, como las Estaciones de Thomson; la Italia de Rogers; las Evidencias, de Paley; todos los Santos Padres, con excepción de San Agustín; todo John Stuart Mill, excepto el Ensayo sobre la libertad; todo el teatro de Voltaire, sin excepción alguna; la Analogía, de Butler; el Aristóteles, de Grant; la Inglaterra, de Hume; la Historia de la filosofía, de Lewes; todos los libros de argumentación y todos aquellos en los que se intente probar algo.
La tercera clase es, con mucho, la más importante. Decir a las gentes lo que deben leer es generalmente inútil o perjudicial, porque la apreciación de la literatura es cuestión de temperamento y no de enseñanza.
No existe ningún manual del aprendiz del Parnaso y nada de lo que se puede aprender por medio de la enseñanza merece la pena ser aprendido. Pero decir a las gentes lo que no deben leer es cosa muy distinta y me atrevo a recomendar este tema a la comisión del proyecto de extensión universitaria.
Realmente es una de las necesidades que se dejan sentir, sobre todo, en este siglo en el que vivimos; un siglo en el que se lee tanto que ya no se tiene tiempo para admirar, y en el que se escribe tanto que no se tiene tiempo para pensar.
Quien escoja en el caos de nuestros modernos programas los «cien peores libros» y publique su lista, hará un verdadero y eterno favor a las generaciones futuras.

jueves, 1 de enero de 2009

Guerras y glaciares del señor Kurt Vonnegut

Jorge Aloy

El 13 de febrero de 1945 la humanidad perpetró la mayor matanza contra sí misma: los bombarderos incendiarios de EEUU atacaron la ciudad de Dresde: 35.000 muertos. Casi todos civiles, ya que no era una ciudad estratégica en la guerra. Repito: fue y, aún hoy, es la mayor matanza. Uno de los derechos que da ganar una guerra es provocar el olvido.
Un prisionero de guerra, llamado Kurt Vonnegut, durante el bombardeo estuvo empleado en un matadero ubicado en un subsuelo. La puerta de su prisión-trabajo tenía el número cinco y, ahí dentro, fabricaban una miel con vitaminas para embarazadas. Veinticuatro años después esta experiencia quedó registrada en Matadero Cinco, libro de ficción y hasta de ciencia ficción en muchos puntos, donde los detalles mínimos de la guerra hacen al desolador conjunto. Esta obra transformó al autor en el ícono de una generación envuelta por la guerra de Vietnam.
Si bien el tema del bombardeo de Dresde roza casi toda la obra de Vonnegut, es en Matadero Cinco donde lo despliega implacablemente. Cuenta que durante el proceso de escritura comentó sobre el proyecto a un productor de cine, y éste le preguntó: "¿es un libro anti-guerra? ¿Por qué no escribes un libro anti-glaciar en lugar de eso?".
Kurt Vonnegut nos explica el chiste: “Lo que quería decir es que siempre habría guerras y que serían tan difíciles de eliminar como lo son los glaciares. Desde luego, también yo lo creo”.
El mundo cambió en muy poco tiempo: En el año 1975 en nuestro país teníamos el glaciar Castaño Overo con una extensión de un kilómetro cuadrado. Hoy sólo quedan algunos trocitos de nieve. Incluso el Upsala, el glaciar más grande de Argentina continental está sufriendo un progresivo desmembramiento.
Y en Ushuaia, en un plazo de tiempo muy breve, deberán encontrar solución al abastecimiento de agua potable ya que en la actualidad proviene únicamente del deshielo del glaciar Martial. Estos estudios difundidos por el geólogo del Conicet, Jorge Rabassa, nos dejan una desalentadora conclusión: "Muy probablemente, entre los años 2020 y 2030, la mayoría de estos cuerpos de hielo se habrá desvanecido".
El pronóstico de la inmortalidad de los glaciares es falso. No así el de las guerras. Donde hay nieve habrá sólo campos, y quizá sean de batalla.
Lo último: Kurt Vonnegut en Matadero Cinco ya tenía prevista esta posibilidad, y lo advirtió en el prólogo: “Además, aunque las guerras no siguieran siendo como los glaciares, seguirás siendo llorada, vieja muerte”.

Suicidios de trabajo (Parte I). Por Ermanno Cavazzoni

Del extrañísimo libro Vidas breves de idiotas del italiano Ermanno Cavazzoni (1947-) tomamos su sarcástica lista de suicidios de trabajo. Cavazzoni escribió novelas (El poema de los lunáticos, Cirenaica) y trabajó con Fellini en el guión de la película La voz de la luna.

Un sastre de Anagni, cansado del trabajo de sastre, el 3 de enero de 1980, a las cinco de la tarde, se encerró en la trastienda y se colgó con el metro.

Un pintor de brocha gorda, a mitad de febrero, se tomó un frasco de solvente para barniz y murió en el hospital después de un día de agonía. Estaba convencido de que mientras él estaba afuera pintando, su mujer recibía regularmente hombres en su casa.

Un policía de tránsito, en marzo, se lanzó de improviso desde su plataforma bajo la ambulancia que pasaba con las sirenas encendidas, muriendo instantáneamente. Hacía años que se lamentaba de su trabajo. Se lamentaba del ruido que hacen los autos y del smog.

Un profesor de derecho romano provocó hasta tal punto a un alumno enfermo de los nervios durante un examen que éste lo golpeó en la cara y después en la cabeza con un martillo de madera que el profesor había dispuesto sobre la mesa al alcance de la mano del estudiante. El profesor desde hacía tiempo decía que quería morir, decía que el derecho romano no sirve para nada; que solamente sirve para torturar a los profesores y a los estudiantes de generación en generación.

Un mecánico de autos se encerró en un auto el 5 de abril y murió de hambre. No estaba casado porque había perdido una mano con un motor; esto, decía, era una desventaja que las mujeres notan enseguida.

Una empleada de una peletería se encerró un sábado a la noche en un armario lleno de naftalina. Como el negocio permanecía cerrado hasta el lunes, murió asfixiada por las emanaciones. En un papelito que había junto a ella insultaba a la propietaria de la peletería.